La pasta de coca como moneda de uso local en las regiones de Colombia, especialmente las que dependen exclusivamente de este ingreso, es una realidad innegable. Ya sea que con gramera en mano se intercambien la coca por el valor correspondiente en dinero del producto que se está comprando, práctica llamada “cambalache”, o que se le fíe a quien tiene como garantía una “chagra”, son dinámicas que durante años se han manejado en estos territorios y que tienen como común denominador la garantía de que luego, eso se convertirá en dinero. No obstante, hace un poco más de seis meses esa seguridad se desvaneció.
Había mucho silencio, para ser un viernes en pleno crepúsculo faltaba la ranchera a todo volumen en la cantina y en el billar del centro de la vereda, la charla entre amigos y las miradas escudriñando las personas desconocidas que están llegando, rutinas normales después de terminar sus jornadas laborales de quienes allí viven. Caminamos casi todo el caserío, ya que transitamos las dos cuadras necesarias para llegar a donde doña Eulalia, una mujer de aproximadamente 70 años, quien es la encargada de una de las residencias de Nueva Colombia. Ella no nos esperaba, la información se había cortado en algún momento, pero rápidamente empezó a prepararnos las habitaciones.
El silencio representaba varias realidades, por un lado, muchas personas se habían ido de la zona en búsqueda de oportunidades laborales ante la crisis que ha iniciado, pero por otro, quienes quedaron no tenían ni la energía ni el dinero para estar consumiendo ningún producto asociado con el ocio, lo que ha ocasionado que muchos billares y cantinas permanezcan cerrados. En gran parte de la región del Guayabero, que se compone de más de 90 veredas, su economía depende mayoritariamente de la hoja de coca, seguido de la ganadería. No obstante, veredas como Nueva Colombia se dedican completamente a este cultivo considerado de uso ilícito, ya que no hay vías que los conecte con una cabecera municipal y los costos fluviales para comerciar otro tipo de producto o con bovinos, son excesivamente costosos y casi una tarea titánica.
Las y los habitantes de Nueva Colombia han visto afectada su seguridad alimentaria en múltiples ocasiones, por ejemplo, cuando se adelantan los operativos de erradicación forzada, puesto que, no tienen otra fuente de ingresos y eso ha conllevado a enfrentamientos con la fuerza pública sin importar si resultan heridos, como se vio en el 2020. “Es una situación se ha venido presentando históricamente en la región, la violación de derechos humanos ha sito total en estos sectores. Tenemos por una parte la falta de inversión por parte del Estado y el abandono del gobierno, la única presencia estatal en estos sectores son las fuerzas militares y lo que hacen son reprimir y violentar a las comunidades campesinas con operativos de erradicación forzada, de desalojo, allanamientos, decomiso de ganado (…) tenemos un total de seis personas heridas de bala, y muchas personas heridas por artefactos del ESMAD”, nos explicaba en agosto del 2020 Pablo Parrado, líder social del sector.
Realidad que han vivido desde hace más de 20 años cuando el Gobierno Nacional, para terminar con la hoja de coca, fumigaba y arrasaba de paso con los alimentos de pancoger. No obstante, en agosto de 2022 el presidente Gustavo Petro anunció que los operativos de erradicación forzada no deberían adelantarse sin información clara de sustitución y sin una política de drogas. Inclusive, en el mes de septiembre, en su discurso ante la Asamblea General de la ONU, afirmó el mandatario que “detienen a sus cultivadores y los encarcelan, por destruir o poseer la hoja de coca (…) la planta no es sino una planta (…) el espacio de la coca y de los campesinos que la cultivan porque no tienen más que cultivar es denostado, para ustedes mi país no les interesa sino para arrojar venenos a la selva, llevarse a nuestros hombres a la cárcel y llevar a las mujeres a la exclusión”, mientras exponía que la guerra contra las drogas, su justificación por defender la selva y declarar a la cocaína como la gran enemiga, eran discursos hipócritas pues por otro lado seguían demandando carbón y petróleo, actividades que realmente destruyen todo a su paso.
“Yo les demando desde aquí, desde mi Latinoamérica herida, acabar con la irracional guerra contra las drogas”, fue una de las frases que dio más vueltas al mundo de ese discurso del primer mandatario, pero, después de condenar a quienes desean con glifosato ultrajar la selva y con ella a quienes la habitan, afirmando además que durante 40 años la guerra contra las drogas no ha sido la solución, el 25 de agosto manifestó que la erradicación forzada continúa pero con los cultivos industriales y que no se utilizará la fumigación. La meta de erradicación de este gobierno son 20.000 hectáreas, 30.000 menos frente al mandato de Duque. Ya que, a diferencia del mandatario anterior, la energía de la institucionalidad se quiere concentrar en detener la salida de grandes cargamentos por mar, ríos, por aire, etc, pues el objetivo es detener a los dueños del capital en vez de criminalizar al campesinado.
Este año, según publicó El Tiempo, la Policía Antinarcóticos ha erradicado más de 700 hectáreas y se han producido alrededor de 14 bloqueos por parte de la comunidad para evitar estos procesos. El Ejército Nacional no habría iniciado operativos esperando la política antidrogas anunciada por Petro.
Suspender la fumigacion aérea para cultivos ilícitos no es permiso para sembrar más plantas de coca.
Hay que implementar de inmediato el PNIS , adicionado con sustitución de tierras, y proyectos de agroindustrialización de cultivos lícitos en propiedad del campesinado.
— Gustavo Petro (@petrogustavo) August 25, 2022
Pese al limbo que persiste sobre si será la sustitución voluntaria lo que prime en el Guayabero o se verán alcanzados por los operativos de erradicación forzada, un alivio temporal para la constante zozobra en la que vivían, fue la decisión del actual gobierno de ponerle un freno a la Operación Artemisa, aunque en Guaviare organizaciones como la Fundación por la Defensa de los Derechos Humanos, el DIH del Río Inirida y la Defensa del Medio Ambiente de la Amazonía- DHRIMAA, ha denunciado que en los operativos de erradicación forzada no solo han quemado cambullones, sino también viviendas de campesinos de la zona, misma práctica que caracterizó los operativos de Artemisa.
No obstante, si no hay una acción militar en Nueva Colombia ¿por qué las y los campesinos están anunciando una crisis humanitaria?
Casi seis meses sin que les compren la pasta de base de coca, va dejando en el aire una sensación de angustia y desespero. En la guerra contra las drogas, esa que ha perseguido, estigmatizado y judicializado principalmente a campesinos quienes ante el olvido estatal se han agarrado de ese salvavidas que parece ser la coca, con todo y los ciclos de pobreza en los que están inmersos, no se les ofrece otras alternativas para superar los índices de pobreza rural. Aquí si les erradican pasan hambre, si les fumigan entran en condiciones de miseria y si no les compran lo producido también empiezan a pasar necesidades.
En los pocos días que estuvimos en Nueva Colombia, pudimos percibir la crisis desde diferentes escenarios. Donde dormimos, una residencia en la que el piso es en tierra, las camas en madera o improvisadas con cajas de cerveza para sostener las colchonetas, siempre todo es muy limpio. Esta vez, aunque el lugar estaba higiénico, no olía al acostumbrado sampic y en el baño persistía un olor a orines que estuvo presente los días que nos quedamos por más que hicieron aseo.
“Gracias mamita, hace tiempo no veía un billete”, me dijo doña Eulalia apretándome la mano, mientras me miraba sonriendo. En ese tipo de momentos es evidente el peso del privilegio que tenemos algunas personas. Si ella debe elegir entre comprar arroz o productos de aseo, va a elegir los alimentos de primera necesidad, así sus huéspedes ocasionales echen en falta el olor a desinfectante de flores o se encuentren aquí y allá con marcas de roedores.
Doña Eulalia tiene su cabello mayoritariamente blanco, es de baja estatura, esquiva para las entrevistas, pero muy amable. Normalmente cuando le cancelamos las habitaciones o quizá momentos antes, ofrece una rifa, es su forma de compensar sus gastos, sin embargo, esta vez no lo hizo, no siguió vendiéndola, ya que, hace seis meses las personas todavía tenían algo de ahorros, actualmente no circula el peso como moneda, aunque todos sueñan con ganarse un mercado sorpresa o algún producto por azar; comprar ahora una rifa no es prioritario.
Después de descargar las maletas, ya entrada la noche, fuimos a comer donde doña María, una mujer de aproximadamente 40 años, robusta, de tez morena y pelo negro, quien previamente nos advirtió que la variedad del menú estaba determinada por lo que hubiese. María no solo vende comida para sacar adelante a su hijo de diez años, sino que además es enfermera, tiene una pequeña farmacia y hace parte de diferentes espacios de participación social de la vereda. Para estos días lo que puedan pescar, acompañado de plátano y yuca es el menú principal de quienes viven rodeados del río Guayabero, por ende, que pudiésemos tener un plato de arroz, era un lujo que con esfuerzo nos estaba brindando esta lideresa para atendernos lo mejor posible. Atrás quedaron los días en que un sábado en la mañana pudiéramos comer buñuelos hechos por ella, o su competencia, la otra señora María, también morena, pero con rasgos indígenas; ellas con apoyo de sus hijos, desde muy temprano salían a repartir lo previamente encargado. ¿Y las golosinas?, no había y en el único lugar donde todavía quedaba chocorramo, debíamos tener el dinero exacto para pagar, no tenían con qué darnos devueltas. Los dulces son algunos de los productos con los cuales no se puede pagar en gramos de coca.
Mientras al margen derecho del río Guayabero también se siente el impacto por el estancamiento de la economía local, el hecho que la comunidad tenga ganado en sus fincas y pueda salir a vender todos los días su leche, les permite, por un lado, recibir algo de ingreso, y por otro, producir derivados lácteos. Nadie se imaginaría que, al llegar a Puerto Nuevo y subirse a la lancha en expreso en un recorrido de aproximadamente cuarenta minutos hasta Nueva Colombia, ya la sal, los huevos y el queso serían productos poco encontrados en las cocinas de estas familias.
Señoras como María Manrique y María Jiménez, madres cabeza de hogar, hace seis meses vendían arepas con queso, chorizos, buñuelos, hielo, preparadas, entre otros productos para así dinamizar su economía familiar y deleitar a quienes se encontraban en el corazón del Guayabero. Hoy la falta de ingresos no solo afecta a las y los habitantes en general, sino a las mujeres en particular en territorios en los que todos y todas de alguna manera tienen que ver con el proceso de la coca.
La misma historia la vive Sonia Arias, quien hace seis meses todavía tenía abierto un restaurante con el cual atendía a comensales hambrientos. Después de cerrarlo ha trabajado en lo que le salga, ya sea lavando ropa, cocinando en los cocales, o haciendo aseo. “Lo que más uno utiliza acá es lo que más está escaso ahorita (…) no tenía la plata para mandar a traer el surtido (…) hay cosas que no cambian, yo por ejemplo para el restaurante usaba la planta, pero como no cambian la gasolina, me tocó cerrar”, explicó con tristeza.
En esta vereda sin luz, sin gas domiciliario, sin servicio de alcantarillado y sin otros derechos básicos, para las mujeres persiste el miedo, por ahora los productos menstruales, y métodos anticonceptivos todavía se pueden cambalachear, pero la mercancía podría acabarse y no tendrían cómo gestionar de la manera correcta su menstruación o podrían ver afectados sus derechos sexuales y reproductivos.
A la mañana siguiente después de desayunar, salimos sobre 6:00 a.m. a una chagra de alrededor de dos hectáreas en donde estaban por terminar de raspar el cultivo de coca. Cada ciertos centímetros había una mata de coca pringa de alrededor de 90 centímetros. Allí estaban cuatro raspachines, pero en realidad nos encontramos solo con tres de ellos. Eran jóvenes, solo uno tendría más de 20 años, mojados por la lluvia, por la humedad del cultivo de coca, más el sudor que acompaña una jornada extenuante, estaban concentrados en terminar de llenar su bongo, un costal largo extendido a sus pies y en el que van arrojando las hojas de coca.
Miguel Arias, el joven de más edad entre los tres, tiene una hija de un año y cinco meses. Miguel, junto a su pareja, se ha apoyado de amigos “de afuera”, o de quienes tienen algo de ahorros si en algún momento deben mandar a traer un elemento en especial para su subsistencia. Mientras en la mañana trabaja desde antes de las 5:00 a.m. raspando en los cultivos en el que lo requieran, en su casa además de tener “algo de coca”, tiene sus productos de pancoger, en ese momento quiere terminar pronto para irse a trabajar en su terreno. Sabe que su bebé necesita unos controles constantes, pero por ahora están tranquilos porque este año fue una brigada médica y allí la atendieron, ya que de resto no hay forma de poder sacarla a San José del Guaviare para ser vista por un médico.
En Nueva Colombia, el puesto de salud hace muchos años no funciona, el centro de atención más cercano está en la vereda La Carpa, a cuatro horas en canoa y en donde solo se aplican determinadas inyecciones, sobre todo para casos de malaria o paludismo. Así que, lo más recomendable es dirigirse hasta San José del Guaviare, a aproximadamente cuatro horas, para recibir asistencia médica. Pero las y los habitantes de este núcleo se enfrentan a dos realidades, por un lado, que no cuentan con los ciento ochenta mil pesos para pagar el trayecto ida y vuelta hasta la capital del Guaviare, pero, por otro lado,que la “línea” no está yendo los días correspondientes, porque han disminuido la cantidad de viajeros o encargos que les hacían, pero que encierra cada vez más a sus habitantes en un territorio en el que su salud la dejan en manos de doña María -enfermera- o doña Roxana -curadora-, quienes tienen conocimientos de enfermería y farmacia.
Mientras hablaba, Miguel nunca paró de raspar, eso hacía que se ahogara por ratos, iba de mata en mata quitándole hasta la última hoja, las tiraba en la lona, y la iba arrastrando hasta las siguientes matas. “Mucha gente piensa que porque uno está por acá raspando coca, uno es un traqueto o un guerrillero, pero las cosas no son así, uno está acá es por la necesidad de trabajo, porque afuera la cosa es más complicada que no estar en el campo”, afirma el joven alto, robusto y de mirada esquiva. Continúa de raspar las últimas hojas de coca, en ese momento Miguel junto a sus dos compañeros, como si su trabajo hubiese estado perfectamente sincronizado, sin hablarse, y cada uno en su extremo, empiezan a quitarse los pedazos de tela con los cuales se protegen los dedos y a hacer una maleta con el bongo repleto de hojas. Miguel hace equilibrio, hasta acomodarse el bulto completamente en los hombros y cabeza, y va caminando hacia el frente, él va detrás de ellos, mirando hacia el piso para guiarse, pero quien lo observa desde la distancia no alcanza a verle el rostro, y en realidad tampoco la cabeza, la tiene completamente tapada. Para ellos, entre más pesado el bongo más son las ganancias, así se mide una jornada productiva.
En el “cambullón”, una casa que en su patio trasero tiene varias canecas con huecos -o lisas- considerada como un laboratorio, hay una balanza mecánica para colgar peso, de la cual se suspende el bulto y les permite ver la cantidad recogida; a ellos les pagan por kilo. Él se va, no espera el desayuno pues en el pueblo alcanzará a quien por ese día es su patrón, mientras tanto los otros dos jóvenes van pesando sus bultos y mirando con inquietud hacia el corral por donde en cualquier momento llegaría la comida, son más de las nueve de la mañana y tienen hambre. En ese momento aparece don Sixto, un hombre afrodescendiente quien llegó del Chocó hace más de veinte años, él era el otro raspachín quien había estado en otra zona del cultivo y por ello hasta ese momento sabíamos de su presencia.
La inversión social es escasa en veredas como Nueva Colombia, pero también la información de la difícil situación que viven en el sector. Consultamos a Defensoría del Pueblo y Personería municipal de Vista Hermosa y no conocían lo que estaba sucediendo, ya que, así como Kevin con timidez le parecía que íbamos a juzgar su posible solución a lo que estaba pasando, no existe la confianza para hablar de esta crisis económica con la institucionalidad, especialmente porque por parte de funcionarios públicos -como Juan Guillermo Zuluaga- han sido estigmatizados y señalados de tener relación con disidencias. Al momento del cierre de esta publicación, no obtuvimos respuesta por parte de la Gobernación del Meta sobre qué proyectos de inversión social han adelantado en la zona. A nivel municipal, Jhon Jairo Ibarra, alcalde de Vista Hermosa respondió de manera irreverente a este medio, que “habían adelantado muchos proyectos”, evadiendo la pregunta. Actualizaremos este informe cuando llegue la respuesta vía derechos de petición.
Para organizaciones sociales del territorio, la administración departamental ante el deterioro de las garantías de derechos humanos en el Meta, en vez de generar espacios para el diálogo y activar mecanismos para proteger a las comunidades y defensores/as de derechos humanos, ha generado estigmatización y señalamientos. No obstante, hacen un llamado a tener presente que “realmente la gente está entrando en una crisis de hambre. Como defensores de derechos humanos hacemos un llamado al gobierno nacional y departamental para que le pongan cuidado a estos territorios para buscarle una salida a esa problemática, es necesario preguntarse ¿cómo llegamos a estos territorios con una inversión para que no sufran los campesinos?”, explicó a este medio Edilberto Daza, representante de la Fundación por los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario en Oriente y Centro de Colombia- DHOC.
Según expone Pedro Arenas, cofundador de la organización VisoMutop, este es el momento propicio para implementar programas sociales y alternativas de desarrollo y generar otras posibilidades de ingresos de origen legal, “la queja del campesinado es la falta de circulante. Igual que cuando nadie compra sus yucas o baja el precio de sus plátanos o los intermediarios les pagan lo que quieran por sus papayas. La queja incluye que nadie les recibe en almacenes o tiendas su pasta de base de coca en trueque por panela, arroz o víveres porque los comerciantes también están encartados sin efectivo. La conclusión es que hay recesión económica en los territorios cocaleros”. Para Arenas esta situación podría persistir durante un tiempo difícil de estimar, debido que, la pasta de base de coca es un producto no perecedero, se puede guardar.
VisoMutop ha recibido quejas del campesinado del Catatumbo, Guaviare, Cauca y Putumayo exponiendo que, o no les están comprando la pasta o bajó su precio, lo cual podría explicarse en la sobreoferta representada en que países como Honduras y Venezuela también están cultivando y procesando coca, además de “unos enclaves productivos bajo control e integración vertical de grupos dentro de Colombia, es decir, zonas donde cuentan con control de cultivos, laboratorios de PBC y cristalizaderos”.
Así mismo, Arenas puntualizó que, si bien los controles para “asfixiar a traficantes, lavadores de activos y mafias”, de los cuales habló el Ministro Osuna durante la rendición de cuentas y que es una de las principales apuestas de Petro, podrían haber causado un “remesón” afectando temporalmente las rutas de comercialización, sería el llamado que el comisionado de Paz Danilo Rueda, le hizo a actores armados para desincentivar los cultivos y el negocio de la pasta -como un gesto de buena voluntad antes de establecer mesas de negociación para lograr la Paz Total- lo que tendría relación con la recesión económica.
Más allá de si son las acciones contra las cabezas del narcotráfico, el diálogo con actores armados o los precios bajos -aunque Colombia sigue siendo el mayor productor de hoja de coca-, campesinos y campesinas quienes además son víctimas del conflicto armado, hoy están pasando hambre, han tenido que migrar y en territorios como Nueva Colombia persiste la angustia, puesto que, ni la pasta de base de coca está siendo prenda de garantía para solventar sus necesidades.
En un principio, aproximadamente en el mes de octubre, casi noviembre, cuando dejaron de comprarles la pasta de coca, el cambalache lo hacían por cualquier producto, como se acostumbraba a hacer, sin embargo, al irse agotando el dinero en la región, los productos de primera necesidad empezaron a escasear, y desde San José del Guaviare dejaron de fiarles, así que cada vez fue más difícil volver a abastecer la vereda.
Pero las conversaciones se detienen por un momento, acaba de llegar Kevin en una moto roja, trae unos tarros de manteca que ahora sirven de porta, en uno esta el pescado acompañado de yuca y plátano, mientras en otro tarro se encuentra el caldo. En tanto desayunaban, dudaban de si harían ese sábado 04 de marzo el proceso de transformación de la hoja de coca, o si mejor lo dejaban todo para el lunes. Al final, un poco para hacer ilustrativa la explicación al grupo de periodistas que no dejaban de preguntar, decidieron empezar a picar la hoja con guadaña, mientras poco a poco a esa hoja triturada le aplican cal y amonio, y así revolvieron hasta que todos los kilos recolectados quedaron en las mismas condiciones. De ahí lo pasarían a otra caneca de agua con petróleo.
Mientras se adelantaba el proceso, don Sixto, quien a sus 60 años se mantiene conservado y activo en las tareas del campo, nos cuenta que no solo trabaja con los cultivos de coca, sino en todas las posibilidades laborales -cada vez más escasas- que salen en el pueblo. Tiene un hijo de 12 años quien todavía necesita de su ayuda, pero admite que le envía plata cuando tiene, ya que, en momentos como este, no hay forma de recibir efectivo y le es difícil cumplir con sus obligaciones. Sus otros cuatro hijos son mayores, tienen sus hogares en otras partes del país y ya lo hicieron abuelo y hasta bisabuelo, le han dicho que se vaya a vivir con ellos, pues así no estaría pasando tantas necesidades. Pero don Sixto no quiere alejarse de su hijo menor, porque sabe que no le sería fácil volver, así que, con jocosidad explica que en algún momento sí se irá, y emprenderá el viaje, ya sea para donde ellos o cuando se termine su vida.
Para este momento estar cerca al laboratorio es insoportable, el olor es muy fuerte y un malestar se instala en la garganta, pero a Kevin Andrés, un joven alto y delgado, de 27 años, y dueño de las aproximadamente dos hectáreas en la que están raspando y procesando, no parecían afectarlo. Él es padre de tres hijos, y ha trabajado desde los 10 años como agricultor pero especialmente con la hoja de coca; fue haciendo su capital para tener su propio cultivo, él sabe que la situación podría mejorar al tener la vía que los conectara con el municipio de Puerto Rico, para así poder tener otro tipo de ingreso y poder finalizar con su dependencia con el cultivo de hoja de coca, pero en este momento ni hay vía, ni hay dinero, por lo que afirma entre dientes, tímido por lo inverosímil de su respuesta, que la solución inmediata para la crisis humanitaria que empieza a surgir en la zona, es si les compraran la coca.
En los cocales, las y los obreros reciben en pasta de base de coca lo correspondiente a lo trabajado. Con esta pasta que cargan en bolsas, pueden ir a las tiendas a comprar, o cambalachear los productos que necesiten, desde que haya, y desde que sí tengan la facilidad de intercambiarse. Esa tarde nos encontramos a Didier, un joven de la vereda Caño Limón, quien alguna vez había asistido a la Escuela Itinerante de Comunicación Campesina del Guayabero, con el deseo de hacer parte de Voces del Guayabero, pero, por el largo recorrido desde su casa a la vereda en la que se adelantaba la escuela, se desanimó y no volvió a asistir.
- ¿Estabas en el Limón?
- No, estaba en Caño San José, pero la situación está muy dura por acá, yo me voy para Puerto Nuevo y de ahí agarro para Calamar.
- ¿En Calamar sí les están comprando la pasta?
- No, pero allá por lo menos se mueve la ganadería, los patrones tienen algo de efectivo para pagar, y sino busco trabajo en otra cosa
Luego, Didier, junto a otros dos señores, estaban peleando con una comerciante, la única vendedora que todavía tenía gasolina para ofertar, discutía porque ella no quería recibirles en gramaje de coca lo correspondiente a llenarles el tanque de sus motos, sino que les pedía efectivo. Al final tuvieron que ceder, y se fueron a probar suerte en las tiendas de ropa, a ver si conseguían botas de caucho para cambalachear, pues el invierno estaba entrando con toda y los esperarían muchas horas de viaje en moto en medio de las trochas.
En ese momento estábamos entrevistando a Rocío Trujillo, una lideresa y comerciante del sector, ella le dijo a Didier que no tenía botas talla 43, entonces Edilson Álvarez, nuestro colega de Voces del Guayabero, le sugirió a él que las comprara en Puerto Nuevo, donde había más variedad, pero allá no están haciendo cambalache, así que, la conclusión fue que tendría que hacer aguantar esas botas hasta tiempos de más prosperidad, igual, solo se le había abierto una grieta en la parte superior.
En estos tiempos en los que escasea la comida, en el que los enfermos no tienen forma de acceder a servicios de salud ni a una buena alimentación, en donde las y los docentes están haciendo malabares para dar clases a niños que no tienen ni útiles escolares, Rocío concluye, “Estamos afectados como campesinos y comerciantes, los comerciantes no tenemos qué vender, ni los campesinos qué comprar, necesitamos vías de penetración”.